La afición del emperador Maximiliano de Habsburgo a las corridas de toros
Cuando Maximiliano, Archiduque de Austria, contaba con veinte años de edad y no tenía contemplado ni soñaba en convertirse en Emperador de México, llegó a Sevilla la mañana del 14 de septiembre de 1851, seguido de un espléndido séquito, en una escala de un viaje de recreo de Príncipe nacido en la casa de los Habsburgo, en la primera línea del trono secular de Austria.
La mañana de ese inolvidable día ,el joven archiduque la había pasado visitando el regio Alcázar y esa misma tarde, asistió a una corrida en la plaza de to toros de la Real Maestranza de Caballería de Sevilla, donde actuaban los matadores Lucas Blanco y José Carmona. La gacetilla periodística de la época no dice de qué dehesa andaluza fueron los toros lidiados en aquella fiesta.
El príncipe austriaco dejó este ameno y exquisito relato, de sus vivencias y emociones en esa su primera asistencia a una corrida de toros, en su libro “Memorias de mi vida”, publicado en México en 1869, por la imprenta de Díaz de León y traducidas al español por don Lorenzo Elízaga.
El relato de “Una fiesta de toros en Sevilla”, del cual solo leeré unos párrafos, es una crónica detallada y amena que describe las costumbres españolas de ese tiempo y da una impresión exacta de cómo se celebraban en España las corridas de toros a mediados del siglo XIX.
“Mirando con impaciencia mi reloj, vi al fin que sus minuteros llagaron a la hora señalada para la corrida. Subimos alegremente a nuestro carruaje, que podría servir muy bien para un cardenal por su forro encarnado, y nos dirigimos a la arena de las corridas, edificio grande y redondo, situado en una plaza; había un destacamento de lanceros de guardia a la puerta. Deberíamos haber entrado por la puerta de en medio; pero en vista de nuestros boletos nos dirigieron a una puerta lateral”.
“Después de subir una escalera, entramos a una galería y nos hallamos de pronto en las localidades interiores del vasto e imponente espacio de la arena. Fuimos conducidos a un asiento de piedra, entre dos columnas tras una balaustrada de hierro, que, por una gracia especial para nosotros, había sido provista de un respaldo”.
“En circunstancias ordinarias habría rehusado sentarme en tan estrecho sitio; pero ¡QUÉ SACRIFICIO NO HARÍA UNO POR EL ESPECTÁCULO QUE NOS ESPERABA! Luego que nos sentamos pudimos ver el espacio ancho y abierto que se hallaba al frente, y las galerías que había abajo y detrás de nosotros”.
“En medio del compartimiento de piedra se eleva la tribuna Real adornada con la corona, y abajo una ancha puerta: frente a este lugar se halla el palco del empresario, también encima de una puerta ancha. El espacio interior de la arena en que tiene lugar la corrida, es elíptico; una división de madera, de regular altura defiende hasta cierto punto al público contra los peligros de la lid. En ciertos lugares de esta división hay aberturas con mamparas de madera delante, pintadas con los atributos de la tauromaquia y sirven de refugio a los lidiadores”.
“Mirando aquel ancho espacio, y pensando en el uso que estaba destinado, sentí cierto malestar, dudando si podría ser capaz de ver el juego sangriento que iba a tener lugar en mi presencia. Ya me había resuelto a dejar la arena; un sentimiento interior me despedía de mi asiento; pero me detenían las galerías que se llenaban cada vez más, y el aspecto de la agitada vida triunfó por un momento del malestar que sentía”.
“Centenares de abanicos zumbaban y crujían en continuo movimiento. Los abanicos de las ricas brillaban con los esplendentes colores de china, mientras que las pobres y el sexo más fuerte, que en otras ocasiones no usa instrumento, se abanicaban con los comprados ese mismo día, hechos de caña y papel, en que está impresauna escena de los toros y alguna pose española sobre este asunto.
Morenas cabecitas moviéndose de un lado a otro, con ojos chispeantes, frescas rosas bajo el velo del encaje en su obscuro cabello y la mantilla puesta graciosamente sobre los hombros, charlaban por todas partes en los asientos de piedra.
¿Se abren esos encarnados labios para contar agradables recuerdos del baile? ¿Esos ojos animados que brillan como luceros, están examinando las alegres filas de los futuros bailadores? ¡No! Lo que excita alegremente a los hijos de Sevilla es la espera de la sangrienta corrida. Algunos oficiales de rico uniforme entraron por la puerta que había a nuestra espalda y con ellos una de las apariciones más encantadoras y hermosas que había visto en la tierra española. Se sentó junto de nosotros de modo que pude examinar el juego de sus facciones y cada uno de sus movimientos. En aquel instante solo parecía estar de broma con uno de sus admiradores; pero me proponía observarla durante los terribles momentos de la corrida”.
“El ruido de la multitud y el zumbido de los abanicos eran cada vez mayores y más impacientes. Entre el general tumulto se oían las penetrantes voces de los vendedores derefrescos. Creería uno que los lindos labios de las chicas de España querían refrescarse con helados, los dientes de perlas con que están adornadas todas las bocas de Sevilla, solo querían pulverizar bizcochos. Así como los salvajes, los españoles en sus placeres, son igualmente primitivos en los objetos que ofrecen a su paladar; solo circulaban agua y barquillos”.
“Sonó la trompeta, se abrió la puerta de la ancha tribuna que estaba frente a nosotros; el ruido se hizo todavía más general, como el rugido de una impetuosa corriente; todas las miradas se fijaron en un hombre que apareció en la arena montado en un fuerte y vigoroso caballo español. Nuestro cicerone italiano nos dijo cuanto concernía a aquella figura y lo que iba a seguir. Era el empresario que iba a recibir de las autoridades que se hallaban sentadas en la gran tribuna, la llave para la apertura de la puerta”.
“Generalmente el Duque de Montpensier es quien arroja la llave; pero hoy no se hallaba presente. El empresario detuvo su caballo en medio de las alegres aclamaciones de la multitud”.
“Saludó el funcionario y bajó volando del balcón una llave ricamente adornada de cintas; pero por desgracia cayó en el suelo y hubo silbidos y carcajadas. Un nuevo preludio de trompetas y las armonías de la música militar produjeron un gran entusiasmo. Disfrutábamos de una vista espléndida”.
“Entraron con ligero y orgulloso porte los espadas con sus cuadrillas, los picadores y los banderilleros en el rico traje antiguo español.Trajes, con su espléndida magnificencia en el vestir, y con sus imponentes movimientos. Los seguían las mulas adornadas con banderitas y cascabeles, listas para sacar del redondel a los animales matados. Confiados en su valor y en su victoria, entraron los combatientes a la gran asamblea con la mirada altiva. Fueron saludados alegremente por todas partes; los hermosísimos ojos que chispeaban en las galerías les asestaron sus ardientes tiros; era una de esas procesiones públicas, en las que no solamente el dinero, esa miserable potencia motriz de los modernos tiempos, sino lo que es mejor, el sentimiento y la conciencia de su propia fuerza, daban dignidad a aquellos hombres”.
“¡Qué ricos y cuán favorables para hacer lucir sus hermosas formas eran los trajes de los espadas y de sus cuadrillas! Hermosas chaquetillas de seda, bordadas con mucho gusto, rodeaban el esbelto cuerpo; colgaban de los hombros bordados de oro y plata como ricos ramos de hojas.
Ningún lazo oprimía el libre cuello; el cabello abundante estaba echado para atrás con ventaja de las nobles facciones, y terminaba con una coleta de seda, adornada con un rico moño negro de malla de seda; se veía en la cabeza la airosa gorra de terciopelo; la cintura estaba rodeada por una ancha banda; los calzones adornados también ricamente con oro y plata eran de la misma materia que la chaqueta; de la rodilla abajo, la bien formada y flexible pierna estaba cubierta de medias de seda blancas o color de rosa; sobre sus hombros cuelgan graciosamente y en ricos pliegues capas de seda con cuellos ricamente bordados”.
“Cada picador llevaba en su mano derecha la pica.
Montaban en la alta silla andaluza y sus pies descansaban en los anchos estribos moriscos”.
“Después de que los lidiadores hicieron su soberbia entrada acompañados por los estrepitosos aplausos del pueblo, se repartieron en toda la arena y cambiaron sus capas por otras más propias para la corrida. El tiro de mulas desapareció por una puerta lateral; la música miliar cesó; frente a la tribuna principal un agudo sonido de trompetas proclamó el momento culminante”.
“Las puertas se abrieron: el movimiento fue de mayor ansiedad, la excitación indescriptible. El toro, un negro hijo de la manada, herido en el cuello por una jabalina y adornado con un listón azul y blanco, se lanza al redondel dando poderosos saltos saludando con inmensa alegría y ruidos de entusiasmo”.
“De repente se detiene como por encanto y mira despacio de una manera extraña a los mil y mil espectadores. Examina orgullosamente el lugar en que va a combatir y a morir. Allí le rodean las nobles figuras de los lidiadores que agitan sus capas delante de sus ojos. Irritado inclina la cabeza y se lanza sobre los que mueven las capas y que se le escabullen con un ligero y gracioso movimiento”.
“Vuelven de nuevo las capas a flotar delante de él, y de nuevo, amenazándolos con sus cuernos, se lanza contra sus audaces enemigos; piensa uno que va a alcanzarlos con su desenfrenada carrera; que les va a introducir sus cuernos en los costados, cuando ellos, con increíble ligereza e indescriptible gracia saltan por encima de la barrera de la arena, o se salvan detrás de las pequeñas mamparas de madera”.
“Aquellos lidiadores, tan hermosos con su movimiento, agitan de nuevo sus capas dando vueltas alrededor del toro, que empieza a enfurecerse y a perseguirlos como si estuviera loco. Si el juego se pone demasiado peligroso, arrojan las capas a sus pies, y él las ataca furiosamente dándoles tiempo para escapar, u otro lidiador con su capa atrae al perseguidor en otra dirección”.
“Se acabó la corrida y el pueblo saltó a la arena y se dirigió a las puertas; yo dejé con el mayor placer un lugar que había sido memorable para mí, y en el que pasé las horas más interesantes de mis viajes. Ya me figuro lo que se me espera cuando lean estas líneas en mi casa, en el salón caliente, frente a la murmurante tetera, los sándwiches y los pastelillos. Un círculo hermoso, que refiere las pequeñas excursiones dentro de casa a los viajes aventurados, que se abisma en idílico éxtasis al oír las notas del ruiseñor en la alameda cercana al canto de un grillo, murmurará con horror: “¿Nos ha dejado el pobre joven para volverse bárbaro en lejanos países”? “¡Si, así lo dirán! Y yo me consolaré respondiendo con una sonrisa irónica: Vosotros, pobres gentes, ¡no sabéis lo que es una corrida!Cuánta fortaleza de ánimo, que espléndido desarrollo de fuerza y de habilidad está representado en esta fiesta nacional”.
“Me agradan semejantes fiestas, en las que la original naturaleza del hombre se revela en toda su verdad, y las prefiero con mucho a los entretenimientos inmorales y enervantes de otros países voluptuosos y degenerados. Aquí perecen los toros, ahí el corazón y el alma se hunden en una frivolidad débil y sentimental. No lo niego, me agradan los pasados tiempos. No los del último siglo en los que entre el polvo para el cabello y los insípidos idilios los hombres se deslizaban por un falso paraíso a un abierto abismo”.
En este relato, Fernando Maximiliano de Habsburgo se muestra sincero, noble y sencillo, no obstante, la opulenta forma de expresión como le fue toda su vida de blondo “Príncipe de los tristes destinos”, cuando el azar de la vida lo convirtió en cronista taurino.
Muchas gracias.

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